Aimé Pastorino

PIANO PIANO SI VA LONTANO 2019

Instalación. Réplicas de las máquinas y objetos del taller de carpintería del abuelo de la artista a igual escala que los originales. Cianotipos sobre papel / Medidas variables.

Texto curatorial : Diego Giller

Un taladro de banco y una caladora de tamaño desmesurado, pero a escala real. Jabones, latas de pintura, lijas, pinceles, brochas, pegamentos, barnices, diluyentes. Eso es lo que vemos cuando recorremos Piano piano si va lontano, muestra de la artista Aimé Pastorino. Pero bien miradas, esas herramientas de trabajo, propias de un taller de carpintería, sugieren algo más: acaso un cruce de memorias históricas en el que la historia familiar se trama con la historia social. Y viceversa.

A partir de los recuerdos de Pastorino, el taller pretende replicar el lugar donde su abuelo construía artesanías y juegos de madera. La artista pasó su primera infancia entre esas herramientas, observando y absorbiendo un modo de trabajo. O mejor, una cultura del mundo del trabajo asociada a un imaginario industrial –allí se dejan ver, por ejemplo, unas revistas sobre industria checoslovaca que su abuelo coleccionaba–. En la tensión entre creación artesanal y producción industrial, esas dos zonas productivas y, por lo mismo, culturales, que el capitalismo siempre se esforzó en divorciar, es donde Pastorino parece encontrar las razones de una apuesta estético-política que permita tantear la imagen de otro modo. En ese encuentro, la madera es trabajada con una técnica que asemeja a la matricería. Pero con ello no se busca participar de la irradiación de una industria artística, seriada, despersonalizada, sino idear un arte de mercancías industriales. Se trata menos de un arte masivo que de hacer de lo masivo, arte: allá donde eran herramientas de trabajo, mercancías puestas al servicio de la producción de nuevas mercancías para el mercado, aquí se le secuestra al fetichismo de la mercancía aquello que hay de arte en el objeto. Y cuando eso sucede, el taller puede retornar como obra de arte.

A la inversa, la obra también puede ser pensada como taller; esto es, como espacio de creación individual y colectiva, y como espacio de aprendizaje: podemos conjeturar que detrás de él, de su culminación como objeto estético, hay trabajo humano. Y que porque hay trabajo humano, hay conflicto. Y que porque hay conflicto, hay interpretación. Y que porque hay interpretación, hay memoria.

La presencia del abuelo ocupa cada rincón de Piano piano… –casi podemos verlo manipulando esas herramientas de trabajo–. Sin embargo, es su ausencia física la que permite que la obra sea. Esa ausencia es condición de posibilidad para que la historia individual se transforme en una historia colectiva y pueda producirse la siempre tensa y conflictiva reciprocidad entre el objeto representado y nuestra mirada. Por eso, lejos de ser solamente arte, los objetos aquí son algo más. Y ese algo es el plus de sentido que nos reenvía a una memoria colectiva en la que se cuelan y dibujan las huellas de una historia nacional y popular. Precisamente, todo ello es lo que nos autoriza a interpretar y descifrar esas piezas –y con ellas a nuestros presentes y nuestros pasados (así, en plural, puesto que son muchos)–, que antes que piezas muertas son objetos vivientes. Dicho de otro modo: es lo que habilita a cambiar la pregunta de qué vemos por el qué vemos de nosotros cuando lo hacemos.

Es evidente lo que cada uno de esos objetos nos deja ver: las marcas comerciales que los produjeron (Federal, Alba, Colorín, etc.). Podrían no haber estado, pero Pastorino escoge revelarlas, hacerlas visibles. No tanto porque sospeche que esos productos no podrían existir si fuesen escindidos de sus marcas que por creer que detrás de ellas hay una historia de trabajadores y trabajadoras anónimas, de fábricas e industrias, de objetos y sujetos que forman parte del paisaje cultural popular de nuestras ciudades periféricas. Esos objetos nos hablan de la Historia, pero también de esas otras historias anónimas que nadan en sus corrientes subterráneas. Como en La carta robada de Edgar Allan Poe, Pastorino esconde los secretos para hacerlos visibles.

De ahí que antes que un gesto kitsch, pop, nostálgico o retro, propios de esa vida posmoderna que en su afán meramente estetizante busca producir, como señala Eduardo Grüner, una historia sin historicidad, un recuerdo sin memoria, una imagen despojada de su potencia simbólica, en suma, una estetización de la política, lo que aquí se advierte es un ademán político. Pero no a la manera del panfleto, donde todo ya está dicho antes de comenzar. Más bien al modo de Ricardo Piglia, para quien narrar es dar vuelta sobre una palabra que no termina de decirse, porque al decirse se cierra el relato. Es justamente lo que se esconde en la obra de Pastorino lo que le da su derecho a la existencia. Allí habita su gesto político: en la interpelación a interpretarlos, en la búsqueda de la construcción de una intersubjetividad que pueda reconocerse en las ruinas de un pasado común, en el deseo de transformar un presente repleto de espantos. En suma, en una curiosidad sociológica. Alejada de cualquier pretensión de conservación, todo lo que aparece en Piano Piano… se asemeja a aquello que Walter Benjamin llamó politización del arte.

¿Qué quedó de ese mundo de imágenes que Pastorino recrea? Su obra sintomatiza un malestar, denuncia un estado de cosas: la descomposición y el consecuente peligro que supondría la desaparición del imaginario industrial nacional y de esa masa trabajadora que le sirve de soporte, y que hizo posible que ese taller haya sido como fue. Pero que no es como lo vemos –porque no puede ser como lo vemos–. No se intenta restituir las cosas como realmente fueron, sino como se presentan en su memoria; no el pasado tal cual fue, sino como inspiración para producir otra cosa. Muchas de las marcas impresas en esos objetos ya no existen, han desaparecido. Las diversas crisis económicas y políticas por las que atravesó nuestro país han hecho trizas de ellas y del mundo de imágenes y pasiones allí contenidas. Pero si aquí retornan como arte es para intentar decirnos algo. Como solía decir Adorno, la lucidez critica del arte es la de instalarse como diferencia con esa realidad desgarrada para hacerla evidente. Pero también, agregamos, para darnos la esperanza de que, piano piano, el arte pueda reencontrarse con la vida.

Eso que inicialmente podría interpretarse como la búsqueda de elaboración de un duelo, o como un homenaje con el que se procura sostener una historia familiar en una memoria, acaba siendo un relato de los vaivenes de nuestra errática y serpenteante cultura nacional. Algo de eso puede aprenderse en el taller del abuelo de Pastorino. Que ya no es de él. Porque ahora es de todos.

Diego Giller

Instalación. Réplicas de las máquinas y objetos del taller de carpintería del abuelo de la artista a igual escala que los originales. Cianotipos sobre papel / Medidas variables.

Texto curatorial : Diego Giller

Un taladro de banco y una caladora de tamaño desmesurado, pero a escala real. Jab…

Leer más

Gracias a les niñes Camila Mur Fuertes, Lino Blanco Granieri y Eva Gobato Pérez por prestarme para la instalación los juguetes que hicieron en mi taller.

Ficha técnica:
Torneria: Mario Paredes / Ruteos: Leandro Gelman (XYZ Router) y Ana Bigatti (LBR Ruteos CNC) / Carpintería: Lautaro Yepes y Gastón Arismendi / Logística: Ricardo Pastorino y Lucía Genaro.

instagram.com/aimepastorino - aimepastorino.com - todos los derechos reservados - 2025